domingo, 23 de enero de 2011

Volver a la naturaleza

EcoMerlo
Villa de Merlo

Volver a la naturaleza
Por Antonio Elio Brailovsky*

A veces, en los cursos universitarios, formulamos una pregunta que parece casi obvia: “¿hacia dónde está el norte?”. Los alumnos se miran con desconcierto, hace años que viven en esa ciudad y, sin embargo, se les escapan los puntos cardinales.

Este grupo es de estudiantes de arquitectura. Les mostramos el movimiento aparente del sol sobre el cielo. No está encima de sus cabezas sino un poco inclinado, el sol de invierno más bajo, el de verano más alto. Les sugerimos cómo orientar sus proyectos hacia el sol si quieren calefaccionar un edificio, o usar sombras naturales si quieren refrescar. Nos miran como si les habláramos de alguna sabiduría ancestral y tal vez sea cierto, ya que Aristóteles recomendaba tener en cuenta los puntos cardinales al construir una vivienda.

¿Por qué nos metimos en las cosas sofisticadas olvidando las cosas elementales?

Cada uno debería buscar sus propias respuestas, pero una posible es que nuestra época creyó que se podía reemplazar artificialmente a la naturaleza, y que, además, ésa era una de las ventajas de la modernidad.

Nuestro organismo está diseñado para percibir los miles de estímulos sutiles originados en el entorno natural. Esa percepción simplemente, nos proporciona bienestar. Nos sentimos bien cuando podemos diferenciar nítidamente las horas del día y las estaciones del año.

Por razones policiales decidimos abolir la noche. Llamamos contaminación lumínica al exceso de luz de las ciudades que nos hace ciegos ante el cielo estrellado. Quizás no tuviéramos otra opción, pero la paz que nos da contemplar una noche serena no se puede reemplazar con una hora de televisión y un par de píldoras para dormir.

Nuestros antepasados encontraron sus dioses en el cielo nocturno. Podemos calificarlo de superstición, pero los relatos mitológicos fueron técnicas que permitieron asociar con facilidad fenómenos astronómicos con prácticas agrícolas. Espiga es la estrella más brillante de la constelación de Virgo. Representaba a la diosa Ceres, madre de los cereales, y su posición en el cielo indicaba a los hombres del Mediterráneo los momentos importantes para la siembra y cosecha del trigo. La segunda estrella de la misma constelación, Vendimiadora, es la que marca los tiempos del cultivo de la vid y la preparación del vino ¿Cuántas estrellas somos capaces de reconocer nosotros?

Hablemos algo de la relación entre el cuerpo y el mar. Todos vimos en el cine al Capitán del temible bergantín (fuera Garfio o algún otro) gritar al timonel: “¡Una cuarta a estribor!”, para indicarle que virara el navío hacia la derecha.

La cuarta es uno de los 32 rumbos de la rosa de los vientos que va adosada a la brújula. Surgen de descomponer norte-sur-este-oeste en los intermedios. Una cuarta es exactamente eso: la medida que surge de una mano derecha abierta, los dedos hacia el cielo, el brazo extendido, apuntando al horizonte. Hagan la prueba: el horizonte mide treinta y dos veces su mano derecha abierta y extendida. Los treinta y dos rumbos de la brújula son la relación exacta entre nuestro cuerpo y el horizonte y eso los marinos lo sabían desde muchos siglos antes de conocer la aguja imantada. Antes de navegar con instrumentos los hombres navegaron con el cuerpo. Al sentir ciertos vientos en la cara, sabían cuántas cuartas y en que dirección virar para poder llegar a su destino.

Vivimos en una sociedad compleja pero nuestras vidas se han hecho enormemente sencillas. En algunos pueblos amazónicos, era habitual que un hombre joven se casara con una mujer mayor. Al enviudar, debía buscar una muchacha joven. ¿Por qué? Porque la supervivencia en la selva era tan complicada que hacían falta muchos años para aprenderla y se requería vivir junto a alguien que tuviera esa experiencia.

Un verso popular de Trieste (Italia) dice:

Un fuego pequeño, pequeñito,
Un tazón de vino,
Un grupo de viejos amigos
Hablando de cosas pasadas.
Yo no sé cómo será el Paraíso,
Pero lo imagino así,
Junto a un fuego pequeño, pequeñito.

Somos el único animal que puede manejar el fuego. Pensémoslo desde este ángulo: lo primero que hicimos al hu­manizamos fue acceder al fuego. No había forma de hacerlo antes. Para poder acercarse al fuego, para ser capaz de manipularlo, de conocer sus efectos y de preverlos, hay que tenerle miedo primero; después hay que poder reflexionar sobre ese miedo y transformar la refle­xión en acción. Esa capacidad de operar sobre lo abstracto y apli­carlo a la vida, es lo que nos hace humanos.

Tardamos miles de años en hacerlo y el recuerdo de esa aventura es lo que nos hace imaginar un Paraíso con una fogata pequeñita, que nos permita al mismo tiempo, mirar el fuego y mirar hacia adentro de nosotros mismos.

Sonreímos los días soleados y nos invade un cansancio en los huesos cuando llueve. ¿Por qué nos incomoda la lluvia, como a los demás primates? ¿Lo arrastramos desde los tiempos en que temíamos que la lluvia apagara nuestros fuegos y nos dejara a merced de las fieras? ¿O aún tenemos el temor de que la crecida del río se lleve nuestro precario habitat?

Nuestra especie se originó en las zonas húmedas del África, al borde de los desiertos y siempre fue para nosotros un sentimiento de paz y de alivio ver los reflejos del sol sobre una corriente el agua, que nos diera la certeza de tenerla allí, disponible para nosotros y para nuestra gente.
Estas son las explicaciones racionales. Pero además está la diaria comprobación de la vivencia. En nuestra sociedad, la vuelta a la naturaleza requiere de un esfuerzo para salirnos del molde que tenemos impuesto.

Desde el automóvil sólo podemos ver una cinta de asfalto, otros vehículos como el nuestro y las señales de tránsito.

Hay percepciones que sólo podemos tener a pie, si abandonamos el ritmo de la máquina y recuperamos el ritmo de nuestro propio cuerpo. Un bosque sólo puede percibirse con lentitud. En las visitas nocturnas a una Reserva Ecológica, los guías piden a los asistentes que se queden en la oscuridad, que cierren los ojos y empiecen a escuchar los sonidos del bosque.
Al principio no se oye nada: estamos acostumbrados al volumen de un recital de rock. Poco a poco aparecen sonidos casi adivinados: el canto de los grillos, el zumbido de los insectos, el movimiento de las hojas en la brisa.

De día, nuestros movimientos son más bruscos, de modo que lo primero es bajar nuestro ritmo, tal como lo hicimos en la noche. ¡No hay pájaros! ¿De veras que no los hay? A medida que vamos acomodando el ritmo de nuestra respiración, escuchamos primero uno, que parece lejano y después otros más. Miramos en todas direcciones y no los vemos. Sólo innumerables hojas verdes.

Otra vez el aprendizaje de la lentitud. Estamos hablando de una relación amorosa y los verdaderos amores no son apresurados. La mirada del conductor en medio del tránsito no permite ver pájaros. De a poco, van apareciendo, delante mismo de nuestros ojos, donde estuvieron siempre, pero no podíamos verlos. Envueltos en su concierto, bajamos la vista y empezamos a ver las flores, los insectos iridisados, las imperceptibles líneas de las hojas y las piedras, los hongos que parecen casas y, en algún momento, nos encontramos con nosotros mismos.

*Escritor argentino. Profesor universitario.

La obra de arte que acompaña esta entrega es "Descanso", del argentino Francisco Vidal , que muestra una siesta estival en familia. Está en el Museo de Bellas Artes de la Ciudad de Córdoba.


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